Este sábado 24 de mayo de 2025, el Diario Financiero lleva a doble página un reportaje sobre “la fórmula” de Mega y su éxito financiero en plena crisis de la TV abierta chilena; palabras grandilocuentes de sus exdueños para la (segunda) administración de Pato Hernández.

Celebrar a Mega como pionero regional es ignorar que la diversificación digital, la integración vertical y la venta internacional de contenidos son rutinas de la industria de medios latina desde hace más de una década.

Antes que todo — trabajé en Mega y, sí, hay que reconocerle al canal de Vicuña Mackenna que sus ejecutivos han ejecutado efectiva y ágilmente estrategias ultra probadas panregionalmente: la diversificación hacia plataformas digitales, la integración vertical y la apuesta por la producción internacional. Sin embargo, afirmar que Mega es innovadora o única en América Latina resulta excesivo. El modelo actual de la chilena refleja en gran medida movimientos que tanto Globo en Brasil, Caracol en Colombia o TelevisaUnivisión en México ya venían implementando desde hace una década con presupuestos más abultados y mercados considerablemente más amplios.

Lo que me parece realmente interesante de Mega no es la supuesta originalidad de su enfoque multiplataforma, sino la precisión y oportunidad con que ha ejecutado estas estrategias en un mercado TAN CHICO como el chileno. Sí, los expertos en TV citados pueden laurear la capacidad que tuvieron en Vicuña 1300 para llenar el vacío de contenido local (comprando a los equipos de la TV pública y su fórmula), aprovecharse de fenómenos globales (apostando por las teleseries turcas) y consolidar un ecosistema robusto (con un fondeo generoso de Bethia y la inversión de Discovery, que siempre trató a su operación chilena como un hobby) que captura audiencias e ingresos publicitarios en múltiples puntos de contacto.

Sin embargo, al DF se le olvida que, tal como Mega, compite bajo la escala y características específica del mercado chileno, y obvia de forma grosera el riesgo de poner el peso de la audiencia en la importación de “latas” producidas en otros mercados (regionales o globales), o qué sostenibilidad a largo plazo tiene su “fórmula”, que sí o sí requiere inversiones constantes en contenido premium, algo complejo para una economía de medios tan pequeña como la nuestra.

La crisis de la televisión abierta no es un fenómeno exclusivamente chileno: es regional y global, y en específico Mega no encontró oro donde no había. Una verdad a medias, aunque impresa, no es verdad: lo que realmente logró Hernández y su equipo ejecutivo fue leer lo que estaba pasando en mercados más maduros — algo que en Canal 13, Chilevisión y en el Megavisión pre-Heller no supieron hacer en su momento – y adaptar rápidamente un manual muy conocido fuera de Chile, mismo que ya está desgastado.

En Chile, vamos por lo menos una década atrás de la ola de consolidación de los grandes actores mediáticos privados a nivel global, y más atrás aún de los modelos de medios públicos modernos: ¿cuánto tiempo más podrá sostener Mega esa “ventaja” de la que habla el DF y los expertos sin enfrentar los dilemas que otros actores regionales ya viven en términos de rentabilidad y saturación de audiencias? Lo que logró la cadena de Heller es un caso notable de adaptación, pero innovación radical aquí no hay.

Hacer esa diferencia es clave para entender qué se puede aprender realmente de estos quince años de “Mega-ascenso”, y qué mitos conviene desmantelar para avanzar a un análisis más aterrizado sobre cómo van a enfrentar a las nuevas audiencias (muy descuidadas por los grupos mediáticos chilenos) en los próximos 15 años que vendrán.

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